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sábado, 26 de junio de 2010

Los Libros, Los Monjes y Titivillus


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Llueve sobre los tejados de un antiguo monasterio, En su interior, monjes y conversos (es decir, aquellos monjes que no son nobles y que han entrado al estado religioso durante su vida adulta, quedando encargados de las labores domésticas dentro del mismo) libran su cotidiana batalla contra las huestes de Satanás. En un tiempo diferente al nuestro, un tiempo sacro, medido por los ciclos naturales de las estaciones y del día y la noche…un tiempo de Dios que aún no se deja someter por reloj alguno y que solo puede ser seducido por la sonora cadencia de las campanas. Campanas que llaman a trabajar o a rezar, campanas que anuncian vidas y muertes, campanas que en su armonioso tañir ayudan a sostener, junto al canto de los monjes, la creación y a luchar contra el demonio, absolutamente impedido, al menos en ese tiempo, de lograr la más mínima nota musical.


Es en este tiempo de señores y vasallos, de reyes y condes, de Papas y emperadores que la vida toma ritmo y cadencia particular en singulares escaleras hacia el cielo, construidas de piedra y ladrillos, de rústicas vigas y tejas, alzadas con dineros, trabajo, consagraciones y oraciones. En el occidente cristiano medieval los monasterios se levantan como fortalezas capaces de desafiar a todas las huestes infernales…o a casi todas…

En un caminar de siglos, y gran parte influido por las migraciones germanas al interior de sus territorios además claro, de varias otras causales, el bajo imperio romano de occidente fue dando paso al periodo de formación de los reinos europeos en lo que hemos llamado – no sin cierta controversia – la Alta Edad Media. Durante ese caminar, la Iglesia, conservadora en gran parte de instituciones y costumbres romanas, va a asimilar también variados, y muchas veces llamativos, elementos de estos nuevos pueblos. Uno de ellos, y sin duda inspirado en el “wergeld” o reparación en dinero por la sangre derramada de la Lex Salia, es la tabulación de méritos y pecados en una suerte de tablas de compensaciones y multas cuyas “tarifas” se hallaban especificadas en manuales de confesión o “penitenciales” , si a esto añadimos la formación y posterior consolidación de la idea del purgatorio entre los siglos X y XII tendremos lista la grieta por la que un pequeño invasor asaltará celdas y claustros para radicarse en una posición estratégica, el lugar dentro del monasterio dedicado a la copia de códices y manuscritos, el scriptorum.


Pero si queremos entender que pasa dentro del scriptorum, primero debemos entender al moje que labora en el, un monje que se parece mucho a otros monjes…y muy poco a lo que nosotros estamos acostumbrados a imaginar….(“bendito” Hollywood). El moje medieval busca la santificación y la salvación para sí y para los demás, y aunque muchas veces la decisión de tomar los hábitos le fue impuesta por su origen noble y su condición de no ser el primogénito, es parte de una sociedad en donde lo colectivo está por sobre lo personal, y él no escatimará esfuerzos para acercarse a Dios tanto como pueda en un mundo que percibió la virtud con ojos distintos de los nuestros, así, nuestro monje no esquivará el consumo del vino a razón de 1,5 litros en promedio, casi 2,0 kilos de pan, unos 100 gramos de queso y algo más de 250 gramos de garbanzos o lentejas en forma de puré además de carnes y pescado…al día, del mismo modo, tampoco esquivará la penitencia y el ayuno cuando son necesarios, es un hombre que vive el día y la noche para la santificación, ya sea orando y meditando en su celda, ya sea mediante la participación litúrgica o el trabajo manual, en el taller, la huerta….o el scriptorum. Es allí donde quizá sea mayor el contraste con uno de nuestros mitos, el del culto moje solazado en la copia y la iluminación de hermosos códices.


No se puede afirmar de manera alguna que los monjes no leyeran lo que copiaban, pero más que buscar instrucción el monje busca salvación. Es un celoso buscador de la remisión de los pecados, tanto propios como ajenos, a través del trabajo que implica copiar – es un trabajo especializado, unos copian, otros iluminan (ilustran) los códices -, ya que gracias a estas “tablas de tarifas” compensatorias de los penitenciales, por cada nueva palabra, con cada página con tanto esmero producida, acorta el paso por el purgatorio para sí y para otros, del mismo modo, tiene la certeza de que con cada error de ortografía o caligrafía, con cada página arruinada que deba rehacer se prolonga la brutal perspectiva de humillación y tormentos en el lugar de “purga” de los pecados. Y es justamente en esta tensión entre salvación y condenación que lo acecha un terrible enemigo, el travieso Titivillus.


Probablemente nacido en los mismos recintos en lo que cometerá sus fechorías, este pequeño demonio se escabullirá entre los escritorios de los copistas premunido de una bolsa que deberá llenar hasta mil veces al día, y en la cual recolectará todos los errores de caligrafía y ortografía que estos cometan para entregarlos al amo de los infiernos en persona, quien tomará nota de ellos a fin de “cargarlos en la cuenta” de cada monje. Con el paso del tiempo, este pequeño bribonzuelo no se contentará con errores involuntarios, será el mismo quien usando malas artes atacará a cuanto monje encuentre desprevenido haciéndole cometer errores en su labor, en especial, al estar casi a punto de terminar una página..


Pero nada es para siempre, ni siquiera para un demonio travieso. Con el paso de los siglos las mentalidades cambiaran, la sociedad agraria tan característica de este periodo dará paso a un nuevo auge del comercio y de las ciudades, el escolástico medieval deberá ceder su lugar al humanista y la irrupción de la imprenta obligará a los copistas a buscar la salvación en otras labores, el tiempo de las campanas deberá ceder al tiempo de comerciantes, banqueros y usureros, el tiempo de los relojes. La cristiandad occidental se cismará, de pronto, un mal día caerá Bizancio ante los turcos y se descubrirá América y la Edad Media habrá –al menos según la historiografía decimonónica- oficialmente llegado a su fin –

Ya es noche y llueve sobre Santiago, y por algún motivo no puedo dejar de pensar en el pobre Titivillus, quizá errante en esta misma ciudad, desempleado y a medio afeitar buscando refugio en alguna caleta bajo los puentes del Mapocho.


Bibliografía:

  • Le Goff, Jacques. Los Intelectuales en la Edad Media, Gedisa, Barcelona, cuarta edisión,2008, traducción Alberto L. Bixio
  • Le Goff, Jacques. La Bolsa y la Vida, Gedisa, Barcelona, tercera reimpresión, 2003, traducción Alberto L. Bixio.
  • Miccoli, Giovanni. El Hombre Medieval, Jacques Le Goff y Otros, Alianza Editorial, Madrid, tercera reimpresión, 1999.
  • Rouche, Michel, Historia de la Vida Privada, Taurus.
  • Vauchez, André. La Espiritualidad del Occidente Medieval, Cátedra, Madrid, segunda edición, 1995, traducción Paulino Iradiel.

lunes, 27 de julio de 2009

La Penitencia y la Conciencia



Se tiende a pensar en la Edad Media como en un periodo lejano tanto en el tiempo como en el espacio (ocurrió en Europa, muy lejos de nuestra nativa América). Una época llena de románticos caballeros que mataban dragones y rescataban princesas, pobres y harapientos campesinos o de hoscos y brutales guerreros combatiendo tanto a las órdenes de oscuros y tiránicos nobles como de obispos y abades igualmente oscuros y tiránicos. Un mundo distante que en nada se conecta con el nuestro, ¿pero será esto real?

En este breve ensayo intentare abordar esta pregunta desde un enfoque pocas veces mencionado, el del desarrollo de las conductas psicológicas.

El hombre medieval es, sin lugar a dudas, eminentemente religioso, pero no hay que engañarse. La Iglesia se ha esforzado por cristianizar a una población analfabeta y muy ligada a sus costumbres ancestrales. Esta cristianización es, por tanto, superficial. Tanto los campesinos, siervos artesanos, así como los guerreros medievales viven su esperanza de salvación confiado en los méritos y las oraciones de monjes y sacerdotes, la religión es por tanto un fenómeno más bien externo, expresado en ceremonias y ritos y en donde, en caso de pecados que puedan conllevar el infierno siempre estarán disponibles dos grandes ayudas, la del confesor, monje o sacerdote y su manual de apoyo, el penitencial. Estos penitenciales o manuales de confesores operan como verdaderas “tablas de pecados”, asignándole a cada tipo de pecado una pena o penitencia preestablecida. Pero en el lapso de tiempo que va más o menos desde el año 1000 hasta el siglo XIII esta realidad va a comenzar a cambiar.

Desde mediados del siglo IX y a través de un largo proceso la fe comienza a espiritualizarse en la vida del hombre medio, más allá de los muros de monasterios, conventos y abadías convirtiéndose en algo interno, personal. Este cambio va a impactar fuertemente en las formas de la confesión. De realizarse en una ceremonia pública y a viva voz ahora se realiza en forma privada y hablando casi al oído del monje o sacerdote. Pero se produce un cambio aún más profundo e interesante. Si antes los pecados se miden en base a un manual o tabla –los penitenciales- ahora lo harán tomando en cuenta no solo el acto en sí, sino que también la intencionalidad del acto. Si el confesor de antaño solo preguntaba por hechos concretos, el actual deberá buscar discernir la real intención que estuvo detrás de la acción. Debe ayudar a sus parroquianos a sondear sus propias intenciones, las bases de sus propias acciones, (lo que los católicos en la actualidad llamamos un "examen de conciencia"). Nace lentamente un rasgo propio de la psicología del hombre en la actualidad, la introspección.

Podemos definir de una manera muy somera a la introspección como la capacidad reflexiva del sujeto que le permite conocer sus propios estados mentales y viene de las expresiones latinas “intro” o dentro y “spectare”, mirar, es decir, mirar hacia adentro. Pero este cambio no llegó solo. Si la intencionalidad de los actos podía modificar su penitencia aquí en la tierra, ¿no podía también influir en el resultado definitivo en el más allá?, ¿Qué ocurría con aquellos que habiéndose arrepentido y confesado sus pecados morían antes de cumplir totalmente con sus penitencias?. ¿Es que no había más que cielo e infierno en la otra vida?. Los teólogos y tratadistas de fines del siglo XII responderán a esta pregunta con una tercera alternativa, el purgatorio.

El purgatorio aparece como un lugar de purificación en donde aquellas almas que aún cargan con muchos pecados veniales (es decir, aquellos menos graves) o las de aquellos que han muerto sin terminar de cumplir sus penitencias por pecados mortales (aquellos más graves como matar o adulterar) o incluso las almas de aquellos que aún cuando no confesaron sus pecados se arrepintieron sinceramente de ellos antes de morir, deben soportar el tormento de los demonios, a lo más, hasta el día del juicio final, para luego, purificadas, entrar en la gloria del cielo.

En la mentalidad del hombre medieval de antes del siglo XII el infierno se divide en dos partes. Un “infierno de arriba” en donde son atormentadas las almas de aquellos que, aún mereciendo ir al infierno no lo hicieron por pecados tan graves, mientras que en el “infierno de abajo” deben pagar sus culpas las almas de los peores pecadores sometidos a tormentos aún peores que los de sus vecinos del nivel superior. Es justamente este “infierno de arriba” el que a lo largo de estos casi 300 años terminará convirtiéndose en el purgatorio, lugar de castigo ya no eterno sino que temporal, y del cual, además, se puede salir antes gracias a la intersección de las oraciones de los vivos además de la mediación de algún santo o de la Virgen María.

Concluyo este pequeño escrito con una breve reflexión. La capacidad de introspección es para nosotros algo tan natural que no concebimos con facilidad que no fuera la norma en otro tiempo, menos aún que su origen este dado por una lucha que tan poca importancia suscita en muchos hoy en día. La lucha entre Dios, creador y principio del bien por excelencia y el demonio, criatura rebelde y encarnación del mal. En cuanto al infierno y el purgatorio aún hoy son ocasión de polémica entre las diversas facciones del cristianismo occidental, aún si bien la existencia del infierno es casi universalmente aceptada, la versión que del mismo tienen las distintas iglesias cristianas presenta marcados contrastes. En cuanto al purgatorio, es rechazado casi de forma unánime por las Iglesias Evangélicas y Protestantes, en contraposición a la Iglesia Católica, quién reafirma con fuerza su existencia. En ambos casos las disputas son fundamentadas con argumentos teológicos, pero casi sin considerar la génesis de su existencia en la mente de aquellos hombres y mujeres que, de manera silenciosa y desintencionada ayudaron a dar vida y forma al mundo que conocemos y en el que vivimos nuestro día a día.


Bibliografía:

Le Goff, Jacques. La Bolsa y la Vida. Gedisa editorial. Barcelona, España. Tercera reimpresión 2003.

Le Goff, Jacques y Otros. El Hombre Medieval. Alianza Editorial. Madrid, España. Tercera reimpresión 1999.